La importancia de comprender la garra trasera del Tyrannosaurus rex en el desarrollo de un país soberano

Diego Frau, investigador de CONICET en el INALI, se pregunta sobre la ciencia básica y su importancia para el desarrollo soberano de un país.

De la garra del Tyrannosaurus a los fundamentos del conocimiento científico

El Tyrannosaurus rex (del griego latinizado tyrannus ‘tirano’ y saurus ‘lagarto’, y el latín rex, ‘rey’) es una especie de dinosaurio que vivió en nuestro planeta a finales del período Cretácico, hace aproximadamente 66 millones de años. Esta especie de lagarto es, sin duda, el dinosaurio más conocido del que nos podemos crear una imagen mental, y forma parte de un enorme consorcio de dinosaurios y otros organismos prehistóricos que se han descubierto y estudiado a lo largo de los años.

Si tenemos presente que de estos organismos prehistóricos solo nos han quedado fósiles, conocer sobre el tamaño de las garras traseras del tiranosaurio, la cantidad de dedos y su anatomía general nos aporta información acerca de cómo estos organismos caminaban, cazaban a sus presas, su tamaño corporal o incluso cómo mantenían el equilibrio. Desde el año 2010 se han publicado al menos diez trabajos científicos sobre temas relacionados en revistas especializadas de paleontología. Entonces, las preguntas inevitables que surgen son: ¿Qué relevancia tiene conocer esto? ¿Cuántos recursos se invierten para que los científicos podamos generar este tipo de conocimientos? ¿Tiene sentido destinar fondos o formar profesionales especializados para que realicen este tipo de estudios en un país como Argentina en donde el 50% de la población no puede satisfacer sus necesidades básicas?

Ciencia básica, ¿y eso qué es?

La discusión sobre ciencia básica, como la mencionada más arriba, o muchos otros tipos de estudios y líneas de investigación que podríamos mencionar en este artículo, y su importancia para el desarrollo de un país, no es nueva. Las respuestas van variando según los gobiernos de turno, con propuestas que han priorizado el desarrollo científico tecnológico a partir de la generación de infraestructura, subsidios para investigar, incentivos a determinadas líneas de trabajo y jerarquizaciones de salarios; a otros gobiernos que en vías de achicar el gasto público se han enfocado en hacer todo lo contrario.

Argentina destina un 0,31% de su Producto Bruto Interno (PBI) a la ciencia, distribuyendo estos fondos en distintos organismos estatales como el INTA, CONAE, CONICET, universidades públicas, INA, entre otros. Al compararnos con otros países de la región, Brasil invierte un 1,21%, Chile un 0,34% y Uruguay un 0,48%, evidenciando que en general la inversión en ciencia suele ser inferior al 1% del PBI. En contraste, en naciones desarrolladas, como Estados Unidos, que invierte un 3,45%, Bélgica un 3,48% y Alemania un 3,14%, la inversión triplica la de la región. Quizás la pregunta no sea solo cuánto se invierte, sino qué valor le damos al conocimiento científico como sociedad. Aquí surge un debate que podría pensarse como absurdo: la dicotomía entre ciencia básica y ciencia aplicada.

Hablamos de ciencia básica para referirnos a todo ese conocimiento científico que se genera y no tiene una aplicación directa, pero que se constituye como la base para poder desarrollar aquello que puede ser luego aplicado (frecuentemente en avances tecnológicos). Pongamos un ejemplo. Hace pocos años un equipo de científicos liderados por la Dra. Chan lograron aislar un gen de la planta de girasol que daba resistencia a la sequía. El mismo fue utilizado para poder insertarlo en variedades de trigo y soja que ahora tienen una mejor tolerancia al estrés hídrico. Esto podría decirse que forma parte de lo que se conoce como ciencia aplicada, pero para poder lograrlo se requirió que antes tuviera que identificarse qué son los genes (y nos vamos muy lejos atrás con los trabajos pioneros de Mendel allá por el año 1865), técnicas de secuenciación genética, de transferencia de genes, de edición, etc. (conocimientos que son mucho más recientes). Esta teoría y conjunto de técnicas corresponden a un conocimiento que por sí mismo no tiene una aplicación directa (ciencia básica) pero que permitieron, en última instancia, crear variedades de trigo y soja resistentes al estrés hídrico (ciencia aplicada).

En este sentido, resulta interesante discutir si todo el conocimiento generado como ciencia básica tiene que poder ser aplicado de forma directa o indirecta al desarrollo tecnológico. Pensemos, por ejemplo, en los científicos que estudian el cosmos, la formación de las galaxias o la vida en otros planetas. Aquellos que estudian los procesos geológicos que intervinieron en la formación del planeta Tierra o aquellos que estudian a los dinosaurios y diferentes aspectos de su biología y formas de vincularse al medio donde vivieron hace millones de años atrás ¿Estos estudios son menos importantes que las que se hacen, por ejemplo, para el diseño de satélites, vacunas, inteligencias artificiales o cualquier otra línea que se considere aplicada y que tengan un impacto social directo?

La importancia de la ciencia básica para el desarrollo soberano de un país

La respuesta quizás más obvia es que todo conocimiento científico validado contribuye de una u otra forma al desarrollo de una sociedad. La ciencia y la tecnología están íntimamente conectadas con el desarrollo de un país soberano porque permiten encontrar soluciones a problemas que tienen que ver, por ejemplo, con la provisión de alimentos, la producción de energías renovables, el tratamiento de enfermedades o mejores formas de educar. Estamos atravesados por el cambio climático, el incremento de la población humana, el aumento de la contaminación y la degradación de los ecosistemas naturales y la desigualdad de clases. En este contexto, el desarrollo científico tecnológico también aparece como una herramienta necesaria para dirigir decisiones administrativas que se traducen en políticas públicas que favorecen el desarrollo de un país. Sophie Beernaerts (directora de la Agencia Ejecutiva Europea en Educación y Cultura) resalta además que el conocimiento científico nos permite comprender mejor nuestro mundo, nuestro entorno, y nos brinda sabiduría de cómo vivir de manera sostenible. Queremos que la ciencia nos ayude a distinguir los hechos de la ficción, las mentiras de las verdades, en un mundo que la exposición excesiva a la información a través de las redes sociales se ha vuelta una norma.

Sin lugar a duda, existe una conexión clara entre el crecimiento económico y la inversión en ciencia y tecnología, algo que puede comprobarse de manera tangible. Desde la Revolución Industrial, los países que hoy se consideran desarrollados han sido aquellos que han destinado mayores recursos a la ciencia, como Estados Unidos, Japón y Alemania, donde la inversión en este campo supera el 3% del PBI. Por el contrario, en los países en desarrollo, una baja inversión conlleva la pérdida de oportunidades y enfrenta a amenazas vinculadas como son la seguridad alimentaria, el mantenimiento de los ecosistemas y los servicios que estos brindan, o la degradación de la salud pública.

En términos más específicos, en las próximas décadas la producción de alimentos deberá duplicarse para satisfacer la creciente demanda, superando desafíos como mejorar la resistencia a la sequía, plagas, salinidad y temperaturas extremas; aumentar el contenido nutricional y reducir las pérdidas tras la cosecha, todo de manera sostenible desde una perspectiva ambiental y social para también garantizar sostenibilidad a las generaciones futuras. En el ámbito de la salud, enfermedades transmitidas por vectores y agua, la falta de asistencia sanitaria adecuada y las carencias en la atención materna e infantil aún continúan imponiendo una enorme carga sobre los países en desarrollo. Requiriendo de este modo avanzar en la generación de conocimiento que pueda dar respuesta a estas problemáticas.

Generar nuevo conocimiento científico nos empodera como sociedad al permitirnos conocer nuestro entorno, manipularlo y usarlo a nuestro a favor. No obstante, caer en la falsa dicotomía de ciencia básica-ciencia aplicada es sin dudas absurda y nos empobrece como sociedad. “La ciencia no es cara, cara es la ignorancia”, decía Bernardo Houssay, médico argentino, ganador del premio Nobel y miembro fundador del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONICET).

Diego Frau investigador de CONICET en el Instituto Nacional de Limnología (INALI, CONICET-UNL). Santa Fe, Argentina.

Fuente: CONICET Santa Fe

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