Año tras año, los fuegos van en aumento tanto en frecuencia como en intensidad. Tanto es así que, en 2017, obligaron a modificar la escala con la que se medían a nivel global.
En los últimos días, las imágenes de Chile devastada por los incendios forestales han dado la vuelta al mundo. Y no es para menos, la magnitud impacta: hasta este lunes se han reportado al menos 123 personas fallecidas y más de 12.000 casas quemadas en la región de Valparaíso, en la zona centro-sur del país. La brutalidad es tal que el presidente de Chile, Gabriel Boric, ha decretado dos días de duelo nacional. La magnitud impacta, pero la noticia de incendios forestales es todo menos inusual. Cada año, los titulares de los periódicos informan que los incendios forestales regresan a Chile.
La realidad es que nunca se fueron; al contrario, van en aumento tanto en frecuencia como en intensidad. Tanto es así que los ocurridos en Chile en 2017, también en la zona centro del país, obligaron a modificar la escala con la que se medían los incendios a nivel global. Y, sin embargo, se siguen manejando como si fueran una sorpresa inesperada. La realidad es que, cada año, miles de hectáreas son consumidas por el fuego, dejando tras de sí importantes pérdidas humanas y materiales.
Consulto la plataforma Global Forest Watch, una herramienta digital que monitorea el estado de los bosques a nivel global. Me concentro en Chile y exploro el mapa. Agrego una capa con información sobre la “cobertura forestal”: la zona centro-sur del país se cubre de verde. Agrego la capa “cobertura forestal perdida por incendios forestales”: la zona centro-sur se pinta de marrón. Hasta ahí ninguna sorpresa y una lógica implacable: hay más incendios forestales donde hay más bosques. Otra capa arroja información más interesante: el principal detonador de la deforestación en Chile son las plantaciones forestales, sobre todo en la zona centro del país.
En otras palabras, se reemplaza gradualmente el bosque nativo por monocultivos, grandes extensiones de una sola especie de árbol que cumple un propósito concreto: el de alimentar una de las industrias forestales extractivas más poderosas de América Latina. Hay cifras detrás: cerca del 20% del bosque nativo ha sido reemplazado por una combinación de matorrales y pastizales degradados, de tierras agrícolas y de plantaciones forestales. De toda la deforestación que ocurre en el país, el 82% ocurre en bosques nativos.
La plataforma tiene sus limitaciones. Por ejemplo, no me puede decir si las plantaciones forestales se queman más rápido y con mayor frecuencia que los bosques nativos. Los datos oficiales de Chile tampoco pueden darme esta información. Al parecer, no hacen ninguna distinción: cuando el bosque se quema, parece que poco importa qué tipo de bosque se quema.
Pero la realidad es que sí importa, pues un bosque nativo y una plantación forestal están lejos de cumplir las mismas funciones ecosistémicas. Un bosque nativo se distingue por la gran variabilidad de especies que resguarda, tanto vegetales como animales; por la diversidad de edades y estados de desarrollo de las especies. Así, tenemos zonas forestales más densas, puntuadas por claros de bosque, y áreas más o menos húmedas. En pocas palabras, es un entorno muy heterogéneo. Una plantación forestal es todo lo contrario: se esfuerza por mantener las condiciones más homogéneas posibles en la mayor extensión de tierra porque tiene como único objetivo producir madera. Por lo tanto, se favorece una sola especie de árbol de la misma edad, con una cobertura de suelo que no varía.
En Chile, hay más de tres millones de hectáreas de monocultivos de pino y eucalipto. Un modelo de manejo forestal sustentado y favorecido por distintos decretos que permitieron posicionar al país como el segundo productor de celulosa en América Latina. Este modelo extractivista se desarrolló de manera caótica y poco regulada. Así, se omitieron ciertas precauciones como, por ejemplo, tener superficies de cortafuegos entre plantaciones; mantener áreas protegidas para evitar plantaciones cerca de ríos, vertientes, quebradas o cercando completamente a comunidades enteras. Además, son especies exóticas: el eucalipto es particularmente propenso a quemarse y requiere importantes cantidades de agua. Esto impacta fuertemente en la disponibilidad de agua en la región y la calidad de los suelos.
Las plantaciones también juegan un rol importante en la propagación de incendios. Algunos incendios, aunque pueden ser destructivos, tienen ciertos beneficios ecológicos importantes. Ocurren periódicamente y de manera natural y permiten eliminar vegetación muerta o enferma, formar claros en un bosque, lo que favorece el desarrollo de otro tipo de especies. Esta diversidad natural es una de las características clave de un ecosistema sano. En este tipo de entornos, los incendios suelen apagarse por sí solos, pues esta heterogeneidad crea una discontinuidad en el combustible y por lo tanto modifica sus condiciones de avance. En las plantaciones, este fenómeno no sucede. Es un paisaje homogéneo que por lo tanto es un caldo de cultivo para la propagación desmedida de un fuego que tiene una larga extensión hacia donde expandirse y alimentarse. Además, la cercanía con comunidades y urbes lo hace aún más mortífero.
Datos de la Corporación Nacional Forestal muestran que en 2017, el 54% de la superficie dañada por incendios ocurrió en plantaciones forestales, menos del 18% habría ocurrido en bosque nativo.
Los impactos ambientales y sociales de la industria forestal están bien documentados. Y estos son exacerbados por el cambio climático. Chile es uno de los diez países más vulnerables: se espera un fuerte aumento de las temperaturas sumado a un estrés hídrico en todo el país. Actualmente, se estima que el promedio de precipitaciones es un 20% menor que años pasados. Esto se acentúa particularmente en la zona centro del país, en un estado casi permanente de mega sequía.
Las autoridades apuntan que existe intencionalidad detrás de los incendios. Por supuesto que resulta crucial que estas personas se enfrenten a la justicia. Sin embargo, no hay que olvidar a otros responsables más difusos: el Estado y las empresas forestales que son elementos indispensables en esta triada mortífera agudizada por el cambio climático.
El presidente Gabriel Boric aseguró que es la tragedia más grande que ha vivido Chile desde el gran terremoto del 27 de febrero 2010, que dejó centenares de víctimas por el seísmo y un maremoto. Sin embargo, la diferencia es brutal. Esta nueva tragedia no ocurre en un vacío y lo que es más trágico aún: no es ninguna situación de excepcionalidad.
Fuente: El País